domingo, 29 de abril de 2012

Salmo 51 (2Sa 12,1-15)


Este Salmo es titulado con frecuencia y apropiadamente «La Guía del Pecador». En algunas versiones es una ayuda para el pecador arrepentido. Atanasio recomienda a algunos cristianos, a quienes está escribiendo, que lo repitan cuando se despierten por la noche. Todas las iglesias evangélicas están familiarizadas con él. Lutero dice: «No hay otro Salmo que sea cantado u orado con mayor frecuencia en la iglesia.»

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del “corazón nuevo” y del “Espíritu” de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).

Son dos los horizontes que traza el salmo 51. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda de que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El Salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
  • El primer vocablo, hattá, significa literalmente “no dar en el blanco”: el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.
  • El segundo término hebreo es ‘awôn, que remite a la imagen de “torcer”, “doblar”. Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!” (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un “regreso” (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.
  • La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un “corazón” nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Luego se aprecia en el Salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).

Nacho Padró

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