viernes, 28 de diciembre de 2012

Implicaciones cristológicas de la querella iconoclasta



Entre los años 726 y 843 el Imperio bizantino fue desgarrado por las luchas internas entre los iconoclastas, partidarios de la prohibición de las imágenes religiosas, y los iconódulos, contrarios a dicha prohibición. La primera época iconoclasta se prolongó desde 726, año en que León III (717-741) suprimió el culto a las imágenes, hasta 783, cuando fue restablecido por el II Concilio de Nicea. La segunda etapa iconoclasta tuvo lugar entre 813 y 843. En este año fue restablecida definitivamente la ortodoxia. No fue un simple debate teológico entre iconoclastas e iconódulos, sino un enfrentamiento interno desatado por el patriarcado de Constantinopla, apoyado por el emperador León III, que pretendía acabar con la concentración de poder e influencia política y religiosa de los poderosos monasterios y sus apoyos territoriales. Según algunos autores, el conflicto iconoclasta refleja también la división entre el poder estatal —los emperadores, la mayoría partidarios de la iconoclasia—, y el eclesiástico —el patriarcado de Constantinopla, en general iconódulo—; también se ha señalado que mientras en Asia Menor los iconoclastas constituían la mayoría, en la parte europea del Imperio eran más predominantes los iconódulos.

Durante la crisis iconoclasta, vivida en el siglo VIII, las relaciones entre Roma y el Oriente estuvieron siempre en dificultades. Esta crisis fue, sin duda, una de las razones de la ruptura de Roma con Bizancio. Hay que tener en cuenta que el argumento más serio contra la iconoclasia formulada por el teólogo sirio y Padre de la Iglesia Juan de Damasco fue que se negó uno de los principios fundamentales de la fe cristiana, la doctrina de la encarnación. Según los defensores de las imágenes, el nacimiento humano de Cristo había hecho posible sus representaciones, que en cierto sentido común en la divinidad de su prototipo. El rechazo de estas imágenes, por lo tanto, automáticamente llevado a un rechazo de su causa con las implicaciones que acarrea. Además de sus aspectos teológicos, el movimiento iconoclasta afectó gravemente al arte bizantino.

A  nivel de implicación cristológica, hay que tener en cuenta que uno de los pilares de las guerras iconoclastas era la concepción de Cristo que permitía o no su representación. Su punto principal es que los iconoclastas son herejes cristológica, ya que negar un elemento esencial de la naturaleza humana de Cristo, es decir, que puede ser representado gráficamente. Esto equivale a una negación de su realidad y la calidad del material, por el que Iconoclastas reviviría la herejía monofisita. En relación con la imagen de Cristo hacen valer el siguiente razonamiento: Ya que Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre, pintando su humanidad, o bien se la separa de la divinidad y entonces se defendería el nestorianismo y se dividiría a Cristo; o bien, se caería en el monofisismo al tratar de circunscribir la divinidad, cosa de todo punto imposible. Los iconoclastas piensan que la única imagen autorizada, como verdaderamente digna de adoración, es aquella que tiene lugar en la Eucaristía, mediante la consagración del pan y del vino. Este lenguaje está tomado de una antigua expresión patrística que se lee todavía en la Misa de S. Basilio y que llama a las oblatas de la Misa imágenes del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo. El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes y de su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado. Es la verdad, definida en  el Concilio de Calcedonia, de la encarnación del Hijo en una única persona con dos naturalezas la que permite que la Palabra encarnada sea representada en imágenes y reciba culto por medio de ellas. La adoración corresponde sólo a Dios, pero las imágenes son veneradas con un honor que va dirigido a la persona representada y, en última instancia, a Dios

Nacho Padró

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