martes, 22 de abril de 2014

EL MAESTRO EN LA PATRÍSTICA Y EN LA TRADICIÓN ECLESIAL

Dada la escasez de fuentes sobre este tema, sigue siendo un problema discutido si, cómo y cuándo, la paideia antigua desapareció durante las invasiones bárbaras y si dio lugar después a la disciplina medieval. La atención se centra especialmente en los siglos VI y VII: ¿Presencia o ausencia de estructuras escolásticas públicas? El discurso se traslada seguidamente a los siglos VIII-X: ¿Renacimiento verdadero de la cultura antigua o realidad totalmente diferente? A los defensores de la ausencia y de la discontinuidad (H. I. Marrou, E. Lesne) se contraponen los defensores de la presencia y de la continuidad (P. Riché, C. Xodo).
La imposibilidad para decidirse en uno u otro sentido (justamente porque escasean las fuentes y además se las puede interpretar en sentidos diametralmente opuestos) exige que no generalicemos y consideremos como cierto sólo lo que puede basarse en una interpretación clara y suficiente.
En algunos casos (Boecio, Casiodoro, Isidoro de Sevilla, Gregorio I) resulta evidente la supervivencia de la paideia antigua; en otros (Benito de Nursia, Gregorio de Tours) parecen desaparecer casi por completo las huellas de la antigua educación. Los primeros barruntos de renacimiento llegan, paradójicamente, del mundo anglosajón (Beda el Venerable), que influye determinantemente, con Alcuino de York, en un renacimiento auténtico, el carolingio. A partir de entonces, a pesar de las nuevas invasiones de normandos, húngaros y sarracenos, no habrá ya solución de continuidad.
Sea como fuere, lo cierto es que aparecen pronto, sobre la base de lo que había sobrevivido, escuelas típicamente cristianas, aunque diferentes de las del período preconstatiniano y postconstantiniano. En los primeros decenios del siglo VI se oye hablar de las primeras escuelas eclesiásticas rurales (concilio de Vaison del 529) y de las primeras escuelas episcopales (concilio de Toledo de 527). Muy anteriores son las escuelas monásticas, nacidas en Oriente cuando surge el monaquismo, que pronto aparecen también en Occidente, donde llegan a la perfección con la Regla de Benito de Nursia, que es aproximadamente del año 530. En tiempos de Carlomagno aparecerá la "escuela palatina" dentro de la corte imperial. Lo que debemos destacar es que las escuelas rurales y episcopales sirven casi exclusivamente para los candidatos a las órdenes sagradas y al ministerio pastoral o misionero; las escuelas monásticas (que a menudo reciben como "oblatos" a niños y niñas), para los candidatos a la vida monástica. Los aristócratas disponen de maestros privados y el pueblo sigue siendo analfabeto.
En el mundo bizantino, en el mundo de la cristiandad oriental, la situación puede considerarse análoga, aunque menos dramática que en Occidente.
Así las cosas, puede considerarse desaparecida la verdadera escuela de masas. Nos encontramos en una época de desescolarización. Para todos, pero especialmente para el pueblo, la escuela es otra ahora: la liturgia y su enseñanza con palabras (predicación), gestos (ritos) e imágenes (pinturas, esculturas, mosaicos). Por consiguiente, a los hombres del primer medievo se les presenta Cristo como Maestro especialmente en el ámbito del contexto litúrgico, en la práctica de la oración.
El Cristo Maestro del primer medievo, es decir, el Cristo al que se puede escuchar, seguir e imitar no es ciertamente el Cristo Pantocrator que se encuentra grabado en los arcos triunfales y en las cúpulas del ábside de las basílicas paleocristianas o románicas, pues el Pantocrator está por encima y más allá de toda posible imitación. En estos siglos el Cristo Maestro es sobre todo el Maestro orante, por consiguiente el "Maestro interior" según la enseñanza que procede no sólo de Occidente gracias especialmente a Agustín de Hipona, sino también de Oriente gracias de manera especial a la tradición hesicasta que comienza a abrirse camino con Juan Escolástico, llamado también Clímaco (579-649).
El Cristo Maestro orante es la victoria del catolicismo y de la ortodoxia sobre el pelagianismo y el arrianismo, que tendían a reducir el magisterio y la persona de Cristo a algo subordinado y exterior: subordinado en relación con el Padre y por tanto simple semi-dios o superhombre; exterior en las relaciones del hombre y por consiguiente fuente pura y simple de preceptos morales y de buenos ejemplos. La lucha contra los bárbaros arrianos, conducida por la Iglesia especialmente en Occidente, fue por tanto una cuestión de vida o muerte para el cristianismo, que corría el riesgo de convertirse en escuela filosófica como las antiguas o en una organización moralizante al servicio del Estado.
Los logros del "Maestro interior" conseguidos por Agustín fueron determinantes y providenciales. Como se sabe, fueron confirmados, contra los llamados "semipelagianos" o "marselleses", en el segundo sínodo de Orange del 529.
Así pues, la espiritualidad del "Maestro interior", del Maestro de la oración, es la que prevalece entre las masas. Se la vive a través de la liturgia, pero la elabora también de manera especial la teología hesicasta en Oriente, que al tener sus raíces en las obras de Orígenes, Gregorio Niseno y el Pseudo Dionisio Areopagita, conduce progresivamente a Máximo el Confesor y especialmente al ya citado Juan Escolástico o Clímaco (579-649), enérgico propagandista de la vida de oración centrada en el recuerdo de Jesús y en la imitación de sus virtudes y de sus sentimientos. Análoga función desempeña en Occidente la incipiente teología monástica, que en esta época tiene su representante más importante en Gregorio I Magno (540-604), benedictino de espíritu, ya que no lo en el sentido formal de la palabra.
No obstante, al lado de Cristo Maestro orante aparece muy pronto, especialmente en el ambiente laico aristocrático, otro tipo de Cristo Maestro: el Cristo amigo, valeroso y leal, caballero. Representado ya como legionario romano en un famoso mosaico que se remonta al siglo VI, en la capilla del palacio arzobispal de Rávena (en la derecha tiene una cruz apoyada en el hombro y en la izquierda un libro en el que aparece escrito "Ego sum via, veritas et vita"), el Cristo Militante, el Cristo Caballero va especialmente al encuentro de la mentalidad germano-bárbara y encuentra una expresión singular en la literatura de los Specula principum, muy antigua, naturalmente, pero que se difundió especialmente en la época del primer medievo. Un ejemplo muy significativo de ello es el Manual de Dhuoda.
Se trata de una pedagogía cristiana que todavía no tiene en cuenta las polémicas contemporáneas sobre la humanidad de Cristo (el adopcionismo que se manifestó al final del siglo VIII y que fue combatido por los teólogos carolingios, Alcuino en primer lugar). Pero el tema será muy actual en el período siguiente
Dhuoda fue una mujer perteneciente a la alta aristocracia del imperio carolingio. Se casó el 29 de junio del 824 con el noble Bernardo de Septimanía y tuvo dos hijos: Guillermo en el 826 y Bernardo en el 841. Acusado de traición por Carlos el Calvo, el marido de Dhuoda fue ajusticiado en Tolosa en el 844. Seis años después tuvo el mismo final Guillermo. En cambio se salvó el segundo hijo de Dhuoda, Bernardo, que se convirtió en padre de Bernardo Plantvelue y en abuelo de Guillermo el Piadoso, fundador de la abadía de Cluny y por tanto precursor de la reforma gregoriana.
Cuando Dhuoda se encontraba lejos de sus hijos, quiso dirigir al mayor, Guillermo, un manual de consejos que fue terminado el 2 de febrero del 843. Se titula así: Liber manualia Dhuodane quem ad filium suum transmisit WilhelmumEste género literario había comenzado en la época carolingia con una obra de Alcuino dirigida al conde Guido de Bretaña. Le siguieron otras. Dhuoda siguió, por tanto, una tradición bien conocida y consolidada. La originalidad consiste en el hecho de que el autor es una mujer, la madre misma del personaje tomado en consideración.
El contenido del Manual, considerado sólo esquemáticamente, es muy significativo. Dhuoda comienza hablando de la búsqueda de Dios (c. I), luego pasa a tratar del Dios cristiano, es decir, de la Trinidad (c. II). Siguen los consejos al hijo sobre sus deberes con los representantes de Dios en la tierra, en primer lugar su padre, luego los dignatarios y finalmente los sacerdotes (c. III). A continuación están los consejos sobre la vida cotidiana (c. IV), las tribulaciones (c. V), el problema de la perfección cristiana (c. VI), la muerte (c. VII). Se dedica un capítulo muy detallado a la oración (c. VIII) y otro más breve al significado de los números (c. IX). Concluye con algunas consideraciones autobiográficas de Dhuoda (c. X) y termina volviendo a hablar de la oración, esta vez tratando de los salmos (c. XI).
Es evidente en todo el tratado que Dhuoda quiere esbozar lo que ha sido definido "el libro del perfecto aristócrata", es decir, el libro del perfecto caballero, del miembro de aquella "caballería" que justamente en los siglos VIII-IX iba constituyéndose como gremio de profesionales de las armas y de la vida de la corte, antes aún de constituirse en formas estables en los siglos sucesivos, dándose simultáneamente una verdadera cultura, la "caballeresca", y también una consagración litúrgica.
Dhuoda exhorta con frecuencia a su hijo a ejercitar no sólo las virtudes naturales y las virtudes específicamente cristianas, sino también a vivir las bienaventuranzas y los dones del Espíritu Santo para que Guillermo pueda "renacer cada día en Cristo" (VII,1) y para que pueda "crecer siempre en Cristo" (XI,2). También le instruye muy inteligentemente sobre la vida de oración. Con frecuencia se tiene incluso la impresión de que Dhuoda considera a su hijo como un Cristo en miniatura, que debe identificarse al máximo posible con el Cristo verdadero.
En cualquier caso, lo que resulta evidente de la carta y del espíritu de este Manual, más único que raro, es el esfuerzo por esbozar la figura del caballero "sin tacha y sin miedo", virtuoso y devoto, modelado sobre Cristo entendido como ejemplo e impulsor de caballería y de oración


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