sábado, 24 de octubre de 2015

Autos de fe: duros espectáculos

Inquisición
Esta gran ceremonia acabó siendo uno de los símbolos más importantes del poder del rey y de la Iglesia en el mundo católico, por lo que, a medida que la autoridad absoluta del monarca se consolidaba a lo largo del siglo XVI, también los autos de fe fueron ganando en magnificencia, participación de masas y duración. Así, desde finales del siglo XVI se estableció la obligatoriedad de que fuesen presididos por las altas autoridades, bajo pena de excomunión si se negaban.
Alegar una enfermedad para no asistir podía dar lugar a una investigación y, por supuesto, ser mirado con sospecha de simpatía hacia los reos. El auto se organizaba cuando había un importante número de procesos ya resueltos y se convocaba un mes antes como mínimo, siempre en domingo y con gran publicidad, comenzándose entonces todos los preparativos. 

Los grandes autos de fe que habían de ser presididos por el rey solían coincidir con la inauguración de Cortes, visitas de Estado o incluso bodas reales. También se podían organizar como muestra de agradecimiento ante alguna curación milagrosa, unas providenciales lluvias, una victoria militar o cualquier otro hecho beneficioso para el reino. Felipe II fue el monarca que, por sus convicciones religiosas, participó con más entusiasmo en los autos de fe.

Para asegurar el máximo de asistencia, los pregoneros anunciaban el auto desde semanas antes por pueblos y ciudades próximas; incluso se prometían indulgencias para los asistentes. El día anterior a la celebración, a primera hora de la tarde, se organizaba la procesión de la Cruz Verde, que llevaba una cruz al escenario en donde se realizaría el acto, generalmente la plaza mayor de la localidad.
La procesión estaba perfectamente organizada y comenzaba al romper el alba, pudiendo congregar a miles de participantes. Iniciaba su andadura con toda solemnidad: los reos iban acompañados de cientos de frailes, inquisidores, autoridades religiosas y políticas, soldados, etc., con el fin de hacer el boato y la pompa más ostensibles. Toda autoridad, institución o gremio estaba presente.

La liturgia era muy importante y todo estaba estudiado con detalle minucioso, como una perfecta representación teatral, desde los hábitos y atuendos hasta el orden de marcha en la procesión, en el cual se reservaba el último lugar a los que iban a ser mandados a las brasas. Al frente iba el clero y, detrás, las efigies de los que serían quemados en ausencia (figuras de cartón de tamaño natural que reproducían su aspecto) y los huesos que habían sido desenterrados de aquellos que también debían ser incinerados por sus pecados. Tanto las efigies como las urnas que contenían los restos iban decoradas con llamas, en una alegoría del infierno.

Cada penado vestía una ropa especial (el sambenito), en la que con dibujos y colores se señalaba la naturaleza del pecado y el castigo que llevaba aparejado. También portaban un cirio en señal de penitencia e iban descalzos y muchos con sogas al cuello, en las que el número de nudos podía indicar los azotes a los que estaban sentenciados. Para mayor escarnio público, algunos iban montados en asnos, sentados hacia la grupa; también llevaban capirotes siniestramente decorados y letreros infamantes que provocaban la burla de las gentes. Al llegar a la plaza mayor, el cortejo se distribuía según lo previsto: los penados por un lado, las autoridades en las tribunas y el público en las gradas que se habían levantado al efecto y en el espacio que quedaba libre.
MUY INTERSANTE.es                                                                                                              
Remite al artículo El gran teatro ritual del miedo, de Juan Carlos Losada.

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